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17/10/2014 - Liberia – Ébola: cuando da miedo estrechar una mano
Imagen Service-LIBERIA – ÉBOLA: CUANDO DA MIEDO ESTRECHAR UNA MANO

(ANS – Monrovia) – “El Ébola es un enemigo de poco fiar porque es invisible,  un combatiente de eficiencia despiadada, un terrorista que ataca según la doctrina clásica de la guerrilla: socavar el equilibrio psicológico aun antes de la integridad física”. Así  lo escribe el periodista italiano Sergio Ramazzotti, en su largo reportaje “Vendrá la muerte y se llevará mis ojos”, escrito para la revista “Vanity Fair”, valiéndose también del apoyo de las obras salesianas en Monrovia. Con el permiso del autor os facilito unos buenos retazos.

(…) Los nuevos principios que regulan los contactos sociales en Monrovia son muy simples: si tocas a una persona equivocada, mueres. Tocas a la persona que ha tocado a la persona equivocada, mueres. Subes a un taxi equivocado, mueres. Enciendes un cigarrillo con la mano que ha tocado la cosa o la persona equivocada, mueres. .

El Ébola es un enemigo de poco fiar porque es invisible, un combatiente de despiadada eficiencia, un terrorista que ataca según la clásica doctrina de la guerrilla: socavar el equilibrio psicológico aun antes de la integridad física. ¿Cómo se puede vivir con el terror de estrechar la mano, o de subir a un taxi? El Ébola tiene un mensaje para ti: eres el artífice de tu destino. La elección está entre salir y afrontarte a él, tomando la dosis precisa de fatalismo para no volverte loco, o encerrarte sin saber por cuánto tiempo, prisionero de tus neurosis.

El desastre de Liberia (el País más sacudido por la epidemia, siguen Sierra Leone y Guinea) es el fruto de meses de laxismo, de una increíble superficialidad a la hora de afrontar los primeros casos a punto de desatarse a principio de año, de la indolencia casi criminal de un gobierno que ha perdido el control de la situación: el virus se difunde a la velocidad de Facebook. «Las infecciones están aumentando en progresión geométrica», me dice Saverio Bellizzi, epidemólogo de Sassari responsable de la situación geográfica de los casos de Ébola en el centro puesto en marcha en Monrovia por Médicos sin Fronteras. «Debemos prepararnos para un incremento exponencial de los muertos».

(…) Es la peste medieval, el retorno de la Peste Negra, cuando, como escribía  Boccaccio, «la gente comía en casa con la familia y cenaba con los antepasados en el Paraíso». La cita no es mía sino del New Democrat, un periódico local. Y efectivamente, Monrovia evoca el Medioevo de la peste: la promiscuidad en la que vive la población en las chabolas, el cielo lúgubre cargado de nubes, la lluvia que no cesa, los charcos de mugriento barro amarillento en el que te hundes hasta el tobillo, los cuervos que revolotean sobre montañas de basura, y los cadáveres abandonados en la calle, las brigadas de sepultureros que los retiran Las ambulancias se mueven como flechas día y noche y el sonido de cada sirena es el retoque de una campana a muerto: 85 contagiados sobre cien mueren.

El Ébola es el golpe de gracia para una sociedad devastada por 15 años de guerra civil y gestionada por una clase dirigente incapaz, acostumbrada a la asistencia de las ONG y de las ayudas internacionales, corrompida hasta el extremo e indiferente a la suerte del País, ya que Liberia ha sido fundada por los descendientes de los esclavos americanos y cada político liberiano que se tenga por alguien tiene pasaporte estadounidense y familia residente al otro lado del océano: el 15 de septiembre, la presidenta Ellen Johnson Sirleaf ha licenciado a diez altos funcionarios que habían rehusado volver a la patria para gestionar la emergencia.

El gobierno se ha movido demasiado tarde, y solamente cuando la epidemia ha llegado a la capital se ha decretado el estado de emergencia. El toque de queda – de las 23 horas hasta las seis de la mañana - ha tenido como única consecuencia, en Monrovia, el aumento de los atracos y de los robos a mano armada. Las escuelas están cerradas hasta nueva orden, igual que una buena parte de los despachos públicos y de las «actividades no absolutamente necesarias»: la idea es de reducir al mínimo los contactos, pero el resultado ha sido que las personas, al no poder trabajar, pasan el día en la calle, multiplicando así la probabilidad de contagio.

Aparte los cuatro centros de cuidados para los enfermos de Ébola, no ha quedado ni un solo hospital abierto, unos porque están infectados, otros porque el personal ha muerto o han huido: según los últimos cálculos, los médicos liberianos en todo el País son 52. De manera que la gente muere por causas totalmente banales.

 (…) Muchas de las ONG han suspendido las actividades y repatriado a sus dependientes extranjeros. A finales de agosto, el ministerio del Interior había puesto en cuarentena los barrios con mayor riesgo, encerrando a la población dentro de un cordón de policías armados: hasta que la gente, exasperada por el hambre, ha forzado el bloqueo. Ha habido tiroteos, se ha escapado el muerto y la cuarentena ha sido, de momento, revocada. La economía está aniquilada, los dependientes públicos sin sueldo desde hace más de dos meses. Todos los ingredientes están servidos para una enésima guerra civil.

Cuando se nos priva de algo, entendemos por qué el hombre ha inventado darse la mano. La gente está histérica, se pelea por cualquier tontería. La psicosis del contagio difundida por los avisos que cuelgan por la ciudad (¡Evitad el contacto! ¡No abrazarse! ») desmorona a la sociedad, produce tensión y la necesidad de  descargarla sobre el primer chivo expiatorio: el gobierno corrupto, los Estados Unidos («¡El virus lo han sintetizado los americanos para exterminarnos a nosotros, los africanos!»), las minorías étnicas o religiosas. «La culpa es de los musulmanes», me dice un hombre a la salida de la misa dominical. «Guardan al muerto en casa tres días antes de sacarlo, lo lavan y se echan el agua encima». Es inútil hacerles ver que los cristianos – el 85 per cien en Liberia – lo hacen de otra manera, y llevan los restos de los muertos de Ébola al crematorio, como manda la ley. O que algunos párrocos – “Para salvarse basta la sangre de Cristo” - se han negado a poner en la puerta de la iglesia el bidón obligatorio de agua clorada para desinfectarse las manos.

Jóvenes estudiantes van dando vueltas por el tugurio, barraca por barraca,  sensibilizando a la gente sobre las normas higiénicas de prevención. Los he visto buscando inútilmente la manera de convencer a hombres deshechos por el hambre que no comen la “bush meat” – la carne de los animales del bosque, monos y sobre todo murciélagos, sospechosos de difundir el contagio -, y proporcionar a sus mujeres los cubos, la lejía y las instrucciones para preparar la solución desinfectante, mientras a pocos pasos, los hijos se revuelven desnudos en las aguas residuales.

Los cubos con el agua clorada (la solución de lejía al 0,05 por ciento basta para matar el virus) se encuentran a la entrada de casi todos los edificios. El eslogan es: lavarse las manos siempre que sea posible. Pero yo mismo, más veces en estos días, me he sorprendido de no haberlo hecho cuando debía hacerlo,  y entonces pasaba las noches analizando mi cuerpo y las señales que creía que me pudiera enviar, cada una intensificada por la angustia, con el miedo de dormirme y levantarme con los primeros síntomas, solapadamente banales: migraña, fiebre, dolores articulares, mal de estómago, náuseas, garganta hinchada, ojos enrojecidos. Muchos liberianos han desarrollado la misma «hipocondría preventiva». El problema es que no son ni siquiera la mayoría. Para muchos otros, el Ébola no existe. O si existe, no mata. O si mata, es fruto del mal de ojo. Tanto es así, que el otro eslogan omnipresente es: “¡El Ébola es real!”, evangelización mejor que prevención: antes de explicar a la gente cómo hay que defenderse contra Satán, hay que convencerla de que existe.

Los mejores aliados del Ébola son, de hecho, la tradición, la ignorancia y la superstición. Me doy cuenta, acompañando a los voluntarios de las brigadas funerarias de la Cruz Roja liberiana, sepultureros «dos punto cero» de esta pestilencia del tercer milenio que, a bordo de los todoterrenos, dan vueltas por la ciudad siete días sobre siete para retirar todo cadáver sospechoso – los cadáveres son muy contagiosos, y lo siguen siendo durante mucho tiempo – y descargarlo en el crematorio de Marshall Road. En un tiempo que parece lejísimo, pero que es solamente ayer, el crematorio estaba reservado a la comunidad hindú. Ahora, quienquiera que muera, se convierte, a pesar suyo, en hindú: y los cadáveres son tantos que, para eliminarlos, se ha hecho traer una incineradora suplementaria de Europa.

La jornada de los sepultureros empieza a las nueve de la mañana y acaba después de la puesta del sol: pero en todas esas horas, una brigada logra retirar no más de tres o cuatro cuerpos. Tal vez son los mismos familiares los que los llaman. Pero después ven a estos espíritus malignos llegar en mono blanco y derramar por todas partes un extraño líquido – que es la acostumbrada agua clorada, pero que en su ignorancia se convencen de que es el veneno de los  sepultureros grasientos – y robar el cuerpo de su ser querido para quemarlo, después de haberlo echado en la furgoneta junto con otros cuerpos, encerrados en sacos de plástico. Y entonces cambian de idea, se niegan a entregarlo, y se genera una extenuante negociación. (…)

El mismo ostracismo toca a los contagiados curados: la gente los teme y los rehúye. Aun en el caso en que, paradoxalmente, florece el mercado negro de su sangre – habiendo desarrollado inmunidad, podría contener el antídoto – que muchas veces resulta ser falso.

(…) Cada día, los enfermos se amontonan en el ingreso del centro de Médicos sin Fronteras. Llegan en ambulancia, en taxi, algunos en moto. Los más débiles se desploman en el barro, se agarran a las verjas y piden ser hospitalizados. El personal en mono de protección se ve frecuentemente obligado a echarlos atrás: las 160 camas (sobre un total de 360 en toda Monrovia) están siempre llenos. Un hombre, de rodillas, sus ojos lúcidos por la fiebre, se dirige con las pocas fuerzas que aún le quedan, a una mujer al otro lado de la red: “Ayudadme, dejadme entrar”.

Es una mujer blanca, tiene cabellos rubios y rojizos que asoman bajo el gorro, y el tormento en los ojos claros bajo la máscara. Responde: «Lo siento, vuelva mañana». Le susurra: «Mañana será demasiado tarde para mi». Después se desploma.

«Desgraciadamente, no podemos hacer otra cosa», me dice Ruggero Giuliani, médico boloñés, voluntario en el centro. «Pero tener que rechazar a un paciente es desolador, como renegar del fundamento de nuestra profesión». Entre tanto, a Monrovia están llegando tres mil soldados de Estados Unidos, enviados por el Presidente Obama con el encargo de construir un nuevo centro de atención. «Pero no son soldados lo que necesitamos: nos sirven voluntarios, médicos y  paramédicos. Sin ellos, un nuevo centro no servirá para nada». Solo que, médicos y paramédicos, asustados por la muy arriesgada  posibilidad de infectarse -  ya ha sucedido la semana pasada con una enfermera francesa – no vienen. Y los pocos que vienen, por el cariz que están tomando las cosas, nunca serán suficientes. Así que, los pacientes vuelven a casa a morir en silencio, o bien se van apagando allí, con el tráfico de la calle principal que sigue su ir y venir, y la última cosa que ven son dos figuras en bata azul y máscara amarilla que les miran inermes a través del cancel que no han podido abrir. No es la simple muerte de un ser humano: con él, cada vez, muere la dignidad de todos nosotros. Y una parte de nuestra alma se quema y se mezcla con el humo que se pierde en el cielo, en la vertical del crematorio hindú.

Publicado el 17/10/2014

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