“¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? Homilía en el Miércoles de la Octava de Pascua Hch 3,1-10; Sal 104; Lc 24,13-35 Queridísimos hermanos: Al día siguiente de la elección del Rector Mayor, he sido invitado a presidir esta Eucaristía. Mientras renuevo mi agradecimiento por vuestra confianza respecto de mi persona para continuar desempeñando el bellísimo y, al mismo tiempo, exigente ministerio de ser Sucesor de Don Bosco, agradezco al Señor que vuelve a confiarme los hermanos, la Familia Salesiana y los jóvenes, para buscarle a Él en ellos. Deseo y espero cumplir lo más fielmente posible este servicio que confío agradecido, ante vosotros, a la guía maternal de María Auxiliadora. ¡Sea Ella mi madre y maestra! Sea Ella quien me haga fuerte y humilde. El clima festivo de la Pascua llena de alegría nuestra vida y el mundo entero donde tantas situaciones de muerte esperan la luz y la esperanza de la Resurrección. Pero no sólo el mundo, también nosotros Salesianos tenemos necesidad en este Capítulo General de morir a la apatía, a la profesionalidad, al perfeccionismo, al activismo y resurgir a una vida esencial, sencilla, humilde, gozosa y entusiasta siguiendo las huellas de Don Bosco en el servicio a la juventud. La Palabra de Dios ilumina lo que estamos celebrando. Durante la Octava de Pascua la Iglesia nos ofrece en la primera lectura textos del libro de los Hechos de los Apóstoles, donde leemos el testimonio que los Apóstoles dan de la Resurrección (“A Jesús Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos” 2,32), para decirnos que de la Resurrección sólo se puede hablar en forma elocuente y convincente si se hace como testigos. El único lenguaje creíble para hablar de la vida nueva del Resucitado es la vida nueva de los discípulos: si saber que Él está Vivo no nos hace resurgir, no podremos hablar de Él creíblemente. Para la lectura del Evangelio la Iglesia escoge durante la Octava de Pascua los relatos de apariciones del Resucitado. Éstos tienen una doble finalidad. Por un lado, estas narraciones nos dicen que ninguno de los discípulos creía en la Resurrección de Jesús, que, por tanto, no es una invención de ellos para que la causa de Jesús pudiese continuar. No, ha sido un encuentro con el Resucitado – a quien habían visto morir crucificado, y en el silencio de Dios – lo que ha transformado su incredulidad y los ha hecho testigos gozosos, elocuentes, creíbles. Por otro lado, las narraciones de apariciones quieren indicarnos dónde y cómo podemos hacer nosotros experiencia de encuentro con el Resucitado, dónde hacer experiencia de la luz y energía de su resurrección. Mirad qué bueno es el Señor. Él nos ofrece, en la liturgia de la palabra de hoy, un estímulo y una iluminación para alcanzar el objetivo de nuestro Capítulo General (Evangelio) y nos propone también un programa para el sexenio (1ª lectura). La primera lectura nos presenta la curación de un lisiado hecha por Pedro y Juan haciendo ver que los Apóstoles comienzan a hacer cuanto había hecho Jesús. Su misión – la misión apostólica – es continuar la misión de Jesús. No es otra cosa la misión salesiana en favor de los “jóvenes pobres, abandonados y en peligro”, si recordamos el artículo 11 de nuestras Constituciones: “Al leer el Evangelio, somos más sensibles a ciertos rasgos de la figura del Señor:…La predilección por los pequeños y los pobres; su solicitud en predicar, sanar y salvar, movido por la urgencia del Reino que llega…”. En efecto, Pedro continúa la práctica liberadora de Jesús, no sólo con el anuncio, sino también con las obras milagrosas, las cuales manifiestan que la salvación ha llegado al mundo. El milagro le dará ocasión para un nuevo discurso de explicación y de anuncio. También Pedro, gracias al nombre de Jesús, aparece “acreditado por Dios por medio de milagros, prodigios y signos” y, por tanto, autorizado para anunciar la novedad cristiana. El relato es vivaz: el templo es aún el centro de la piedad de la primera comunidad cristiana, que no ha roto todavía con las costumbres judías. Delante de una de sus puertas más famosas, Pedro encuentra a un mendigo lisiado de nacimiento y, no teniendo “ni oro ni plata”, le ordena que se levante y camine “en el nombre de Jesucristo, el Nazareno”. Lo que sigue es un relato ‘de resurrección’: el lisiado entra finalmente en el templo – del que su enfermedad le había excluido - “andando, saltando y alabando a Dios”. Es un hombre ‘reconstruido’ físicamente, recuperado socialmente y sanado espiritualmente a quien Pedro restituye a la vida. La resonancia de esta curación es enorme: la gente está llena de estupor y “fuera de sí” acude numerosa al pórtico de Salomón, donde Jesús discutía con los Judíos y donde los cristianos de Jerusalén se reunirán para escuchar las enseñanzas de los apóstoles (Hch 5,12). Aquí Pedro se dispone a dar la explicación del acontecimiento. Y me pregunto, ¿no es precisamente esto lo que estamos llamados a hacer para ser signos de esperanza para los pequeños y los pobres, hacerles experimentar la novedad de la Resurrección? ¿No es acaso ésta nuestra principal riqueza, “no oro ni plata” sino el nombre de Jesús de Nazaret? ¡Desde esta perspectiva, el CG26 será un verdadero kairós para la Congregación, será resurrección, si nos hace más sensibles a los jóvenes pobres, si nos pone en camino para ir al encuentro de sus necesidades, si somos capaces, además de sanarlos y hacerles encontrar un lugar en la sociedad y en la Iglesia, darles a Jesús para que en Él encuentren el sentido de la vida y la plenitud de vida! Si la primera lectura ya es programática, lo es todavía más el pasaje del Evangelio de Lucas. El relato de los discípulos de Emaús, una verdadera obra maestra desde el punto de vista literario, pero sobre todo catequístico, nos presenta a Jesús como un auténtico maestro y mistagogo, un catequista que se hace compañero de camino para volver a dar fe y esperanza a discípulos desconfiados y tristes y así nos ayuda a comprender qué debemos hacer para calentar el corazón de los hermanos con la pasión del “Da mihi animas”. El encuentro de Jesús con dos discípulos tan desencantados (“Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel”), muy informados (“¿No sabes lo que ha pasado estos días?”) y poco evangelizados (“Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo”), que sabían incluso lo de la resurrección (“Algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado; pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo y vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo”), pero no creían, nos indica el camino de fe que hay que recorrer hasta el momento en que “se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. Sólo entonces los dos discípulos sintieron que algo había sucedido en su vida, y recuperaron alegría y entusiasmo, hasta el punto de decirse el uno al otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Por tanto, “levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén”, y de nuevo en la comunidad apostólica comenzaron a evangelizar, a “narrar lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían conocido al partir el pan”. Queridos hermanos, también nosotros podemos sentirnos como los discípulos de Emaús, desencantados, desilusionados, acaso tentados a abandonar o simplemente instalados conociendo como ellos el contenido del Kerygma, pero sin tener fe ni esperanza, ni entusiasmo ni convicción, ni deseo de anunciarlo ni fuerza para testimoniarlo. Como ellos, tenemos necesidad de un encuentro con el Resucitado que venga a sacudirnos y ayudarnos a superar nuestras dudas, nuestras incertidumbres (“Necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas”), que venga a explicarnos y hacernos comprender la lógica de la cruz, la gramática de su Evangelio (¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?”); que venga a explicarnos las Escrituras y aprender a leer el plan de Dios (“Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura”); que venga a habitar con nosotros, más aún, en nosotros y nos libre de la soledad (“Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída”); que venga a sentarse a la mesa con nosotros y parta el pan de su cuerpo para nosotros. Sólo así se calentará nuestro corazón y encontraremos la esperanza perdida, la alegría y la pasión para hacer encantadora nuestra vida y proponerla como algo precioso a los jóvenes, como hacía Don Bosco a sus muchachos de Valdocco a los que no prometía otra cosa que “pan, trabajo y paraíso” y los hacía corresponsables de su misión: “iremos a medias”. El camino de Emaús es nuestro camino para el encuentro con el Resucitado y para hacer arder nuestro corazón. Se trata más que de un camino material de un recorrido mistagógico, de un auténtico itinerario espiritual, válido hoy ante todo porque muestra claramente cuál es nuestra situación: de personas desencantadas, con conocimiento de Jesús pero sin experiencia de fe, que conocen las Escrituras pero no han encontrado la Palabra. Por esto, se abandona Jerusalén y la comunidad apostólica y se vuelve a lo de antes. El camino de Emaús es un camino que nos lleva de la Escritura a la Palabra, de la Palabra a la Persona de Cristo en la Eucaristía, y de ésta nos vuelve a llevar a la comunidad para permanecer allí. Allí podremos ver confirmada nuestra fe encontrando a los hermanos: “¡Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón!”. La catequesis lucana es muy clara: cuando una comunidad está disponible para la escucha de la palabra de Dios, que está presente en las Escrituras, y pone la Eucaristía en el centro de la propia vida, llega gradualmente a la fe y hace la experiencia del Señor resucitado. Palabra y Eucaristía constituyen la única gran mesa de que se alimenta la Iglesia en su peregrinación hacia la casa del Padre. En la experiencia con Jesús los discípulos de Emaús han comprendido que el Resucitado está donde se encuentran los hermanos alrededor de Simón Pedro. El camino de Emaús es, queridos hermanos, el camino para llegar a la Pasión del “Da mihi animas, cetera tolle”. Recorrámoslo y nos haremos catequistas caminantes como el Señor Jesús. Amén. Don Pascual Chávez Villanueva, Capítulo General – Roma – 26 de marzo de 2008 ?? ?? ?? ?? 1